Si alguien importante en mi vida ha sido una fanática de la moda y sobre todo
de los zapatos, ese alguien era mi madre. Es loable que a pesar de traer al
mundo cinco hijos se las apañara para seguir saliendo arreglada incluso al
bajar a por el pan. Al menos en lo que se refiera a mi existencia así la
recuerdo, las cuatro anteriores pertenicientes a mis herman@s solamente
las sé por las fotos.
Mi madre perteneció a una época en la que en las fotos todos parecían
artistas de cine, esos retratos maravillosos en sepia o en blanco y negro que
ocultaban las imperfecciones como retocadas por el photoshop. No voy a
hacer como en las malas novelas en las cuales todas las madres fallecidas
han sido bellas y hermosas, de ojos claros y cabellos Panten. Mi madre
era una mujer corriente, guapa a su manera, bajita, pechugona y morena de
cabello y piel. Yo soy su antítesis, alta, desgarbada y blanca como la tiza. Mi
hijo ha heredado sus ojos grandes y almendrados y esa extraña habilidad
de mancharse cada vez que se come un helado y que mi madre no perdió ni de
adulta hay no sé nenas como lo hago y ale, muertas de risa mi
hermana, ella y yo, toda la pechera churretosa hasta volver a casa. Mi madre,
sí, era una mujer corriente físicamente, pero extraordinaria en otros aspectos
como en el arte de llegar a fin de mes con poco dinero.
Me tuvo con 41 años, los años que voy a cumplir en octubre, en plena España
del Cuéntame. Que vida más ajetreada la suya, con esa edad había
vivido una guerra, una postguerra, una dictadura y unas cuantas modas. Le
chiflaba la ropa y al cumplir los catorce preveyendo que no le iba a tocar la
lotería y que iría justa de dinero toda su vida aprendió a coser.
Otra de sus pasiones eran los zapatos, en eso tuvo que
llegar casi a la vejez para darse algún capricho sin remordimiento de
conciencia. Siempre que la pienso la veo subida a los tacones, hasta las
zapatillas de andar por casa llevaban cuña es que no puedo ir plana que
luego me dan calambres. Con la edad se fue bajando de los zancos sin
renunciar del todo a ellos porque le dolían las rodillas y siempre que pasaba
por una zapatería y veía unos zapatos rojos se quedaba con las ganas. Le daba
vergüenza, a su edad unos zapatos rojos y ni más ni menos de tacón. Contaba que
de joven había tenido unas Gilda que se había comprado ahorrando de lo que
cosía para otros y del billete de metro: de Collblanch donde residía a Urgell
donde trabajaba de telefonista, quien conoce Barcelona sabrá el
palizón que es eso caminando y quien no pues les diré que es una hora a paso
ligerito… Encima tenía jornada partida, así que se cascaba cuatro carreras
diarias porque iba a comer a casa. Por aquel entonces los sueldos de los hijos
se entregaban íntegros en las casas de ahí que se pluriemplease como modista
aficionada en el barrio y se sacase un sobresueldo para sus caprichos.
Luego cuando se compró los zapatos con sus vertiginosos veinte centímetros de tacón, volvió a coger el metro y como
siempre iba escopeteada y era torpe por naturaleza (naturaleza que he heredado)
bajaba las escaleras del metro de culo, una vez hasta se levantó y se volvió a
caer (mi padre y ella ya eran novios y el pobre se tronchaba siempre que lo
contaba). Mi madre nos provocaba un efecto Tsunami, nos bastaba con escuchar el
repiqueteo de sus tacones en cualquier suelo para saber que era ella la que se
apróximaba.
El otro día paseando vi unos zapatos rojos de tacón en un escaparate que me provocaron un efecto magdalena de Proust.
Me vinieron a la cabeza nombres de telas, como popelin, batista, muselina o
crepé y las mangas ranglán que ya no sé como son. Me acordé de las paredes
insonorizadas por los rollos de tela planos con el centro dorado con forma de
lingote de oro, apilados del suelo al techo. Las voces de los dependientes sin
resonancia, el olor de la tela nueva. Visualicé a mi madre, de pie delante de la
mesa con las gafas de lectura, el metro de sastre colgado del cuello, la tiza
rosa marcando los patrones sobre la tela, el cracrac de las tijeras cortando el
tejido crujiente. Sentí el dolor de los alfileres clavándose accidentalmente en mi piel cuando mi
madre por enésima vez me ordenaba estate quieta, para presumir hay que
sufrir como la Colometa a su hija en la novela de La plaça del diamant. Y la aguja de
la singer subiendo y bajando durante mañanas y tardes enteras….
Si existe un cielo siempre me imagino a mi madre entrando en él sin dolores
en las rodillas, joven y guapa vestida de rojo de los pies a la cabeza, sacando
pecho y con unas gildas rojas desfilando como en una pasarela de alta costura y
al final a mi padre dispuesto a ofrecerle el brazo como el caballero que era…
4 comentarios:
Un relato precioso, sobre todo el final. Sin conocerla, me la imagino subida a sus tacones, serena y tranquila.
Muchas gracias Koki!
No sé cómo me he topado con esta entrada pero ha sido una gran suerte dar con ella. Me ha encantado. Precioso homenaje.
Celebro que te guste ;), hay mucho amor puesta en ella.
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