domingo, 3 de mayo de 2015

Madres




"El cuerpo de una madre recuerda a sus bebés: los pliegues de carne blanda, la suave pelusa del cráneo. Todos los niños se ganan tu corazón de una manera distinta. Pero no hay ninguno como el último. No puedo decir que quisiera menos a las demás, pero coincidió que las tres primeras fueron bebés al mismo tiempo y la maternidad me desilusionó totalmente. Las gemelas llegaron cuando Rachel aún aprendía a andar. Apenas recuerdo lo que vino después, años enteros batallando un día tras otro con manos y bocas que querían cogerme hasta que me derrumbaba unas horas en la cama y soñaba que me devoraban viva a trocitos. Contaba hasta cien mientras mecía a una, armándome de la paciencia necesaria para dormirla, a fin de pasar a la siguiente. Cuando una boca se cerraba en torno a una cuchara, había dos vacías que lloraban, de modo que iba de un lado a otro como una madre pájaro a quien la burlona naturaleza le ha enviado una nidada demasiado numerosa. Así iba a ser mi vida hasta que las tres pudieran valerse por sí mismas. Juntas fueron mi primera progenie. Respiraba de alivio cada vez que daban un paso que las alejaba de mí. Así ocurre siempre con el primogénito, tanto da qué clase de madre seas: rica, pobre, medio muerta de agotamiento o feliz y contenta. Al primogénito siempre le metes prisa: cómo animas a esos piececitos a cada paso que dan. Examinas cada pliegue de carne a la busca de precocidad, y te jactas de ella ante el mundo.
Pero la pequeña es el bebé que arrastra su olor como una bandera entrega a través de tu vida, pues sabes que detrás no viene ninguno: oh, eso es amor con un nombre distinto. Es el bebé que seguirás teniendo en brazos una hora después de que se haya dormido. Si la pones en la cuna a lo mejor despierta metamorfoseada y se aleja volando. De modo que la meces junto a la ventana, bebiendo la luz de su piel, respirando los sueños que exhala. Tu corazón aúlla a las medias lunas de sus pestañas cerradas sobre sus mejillas. A ella eres incapaz de acostarla."
                                                            Fragmento de La biblia envenenada de Barbara Kingsolver




 Estaba embarazadísima de Gabriel cuando leí esta novela. En ese momento me sentí doblemente identificada, como madre porque era altamente probable que mi hijo fuera a ser el primero y el último, y como hija. Yo, la última de cinco hermanos, yo. Yo fui ese bebé que mi madre retenía entre sus brazos aunque estuviera dormida.
Lo recordaba. Los latidos de su corazón mientras me iba adormeciendo, estar acurrucada en sus brazos mirando Los Ropper y amanecer en mi cama...
Qué rápido se me escapan, qué rápido...
Por cierto, la lectura de este libro altamente recomendable.
Feliz día madres!!