domingo, 8 de octubre de 2017

Carlitos

A Fulanito le gusta Matt Monro, se disculpa la madre azorada. Fulanito no para quieto, se balancea sobre un pie, luego sobre otro, da saltitos sobre si mismo. Matt Monro, Matt Monro, Matt Monro repite en un mantra. No suena exactamente así, en realidad no parece que diga  Matt Monro. Hasta que la madre ha aparecido una familia lleva tres minutos intentando descifrar lo que farfulla el hombre que ha irrumpido en su tranquilo picnic estival. Porque es un hombre, un hombre grande, alto e incluso guapo. La madre le coge de la mano y tira de él venga vamos Fulanito que nos están esperando... Y disculpen repite avergonzada por enésima vez.
Los padres contestan  que no pasa nada, que no se preocupe.
Pero Fulanito es un pozo de insistencia y quiere escuchar a Matt Monro. Se acerca al mil quinientos gris que hay aparcado cerca de las mesas de camping. MattMonroMattMonroMattMonro¿MattMonro? Dentro del mil quinientos está Carlitos. Con una mano sostiene un cigarrillo, con la otra aferra el volante con tal fuerza que los nudillos se han vuelto  blancos.
Carlitos a pesar del diminutivo, también es un hombre. No es grande, no es alto pero también es casi guapo, el segundo de cinco hijos. Una cabeza rubia entre cuatro morenas. Dos ojos azules entre cuatro pares de castaños.
Lleva toda la mañana dentro del coche fumando y escuchando música. Se va a cocer dice la madre. Déjalo responde el padre tengamos la fiesta en paz... De un tiempo a esta parte hay poca fiesta y poca paz.
Pero en el radio cassette no suena Matt Monro. A Carlitos le gusta Aretha Franklin, Diana Ross, los Jackson Five. Ahora mismo suena de la serie de la TV Shaft.
Su voz no suena como si estuviera masticando dos docenas de chicles y si no mantienes una conversación medianamente profunda todo transcurre como la seda.
 Carlitos querría una fiesta de cumpleaños por eso desde que a su hermana pequeña a la que le saca casi quince años, le alcanza la razón, se fuga de casa todos sus cumpleaños. Empieza a caminar y a caminar por la autovía hasta que la policía, si su padre y sus hermanos no lo encuentran primero, lo trae de vuelta. Kilómetros y kilómetros huyendo de su propia desesperación.
 Esas noches, demasiadas noches, casi nadie duerme en casa. La hermana pequeña sabe que una de esas noches su padre, no hace demasiado, le pegó a Carlitos. Se lo confesó, avergonzado y apesadumbrado. Ella lo entiende, a pesar de ser pequeña, sabe que su padre es un hombre bueno, no porque sea su padre, sino  porque es un metro ochenta de ternura y bondad. Ella lo entiende, porque Ella no es tan bondadosa como su padre, porque a veces desearía que Carlitos se volatirizara, desapareciera. No desea exactamente su muerte, no se recrea con esa fantasía, es un deseo diferente, de no existencia. Cree que no de no exitir, sus padres, sobre todo su madre sería otra persona. Quizás otro tipo de madre más paciente, más risueña, menos agotada y desbordada por todo.
Ella solo conoce una parte de Carlos. No lo conoció cuando aún le brillaban estrellas en los ojos, cuando sonreía todos los días. Cuando se tronchaba de risa con su prima. No conoció al bebé perfecto hermoso y rubio de ojos azules. Ni estaba en el episodio de los sombreros voladores en el topolino descapotable de su padre. Cuando todo era viento y felicidad. Cuando su espalda aún no se había empezado a doblar al mismo tiempo que su mente.
La madre del fan de Matt Monroe les resume la vida de su hijo. Es un intercambio intenso de expresiones. Les relata que su hijo se ha enamorado de una de la monitoras del centro al que acude mientras los padres de Carlitos omiten que la experiencia más cercana al amor que ha tenido su hijo son las alusiones a la belleza de alguna actriz o cantante de moda. Es guapa. Como quien admira la belleza de un cuadro o de una estatua.
No tiene intereses. Es lo único que dicen. A los veinticinco años aún están esperando a que madure.
Carece de motivaciones en su vida. Los coches de los que es capaz de reconocer el modelo por el sonido del motor. El tabaco. Los encendedores. Los bolígrafos.
Ella cree que es la música. El eje que mueve a toda la familia. 
Ella sabe que él imagina que está conduciendo el seat mil quinientos de su padre, mientras suena Shaft. Él conduce. 
Conduce cariño. Encuentra la paz que no encontraste en vida. Que te vuelvan a brillar los ojos y a sonar tu risa. Descansa en paz amor. Perdóname por no ser la hermana que debía haber sido.





martes, 25 de julio de 2017

Ochenta y nueve

Me he dado cuenta que de estar vivo tendrías ochenta y nueve años. Ni noventa, ni ochenta y ocho. Ochenta y nueve.
De seguir vivo habrías perdido por este orden a tu mujer y al mayor de tus hijos. Hubieras conocido a otros dos nietos y una nieta pero te pesarían más las pérdidas que las ganancias y valga la redundancia, con toda probabilidad vagarías perdido también, en tu infancia, llorando a aquella perra de caza de la que nos hablabas. ¿Estrella? ¿Chispa? O a Tom, el último de tus perros, perdido como tú... Recordarías a tú madre recogiendo los faldones de la mesa para que ningún perro los rozase. Me mirarías y la verías a ella. Me mirarías y no me verías...
Andarías de caza con tu padre. Tapándote los oídos para no escuchar las bombas y los fusilamientos en el castillo de Montjuik que tan cerca estaba del huerto. Fingirías tocar el trombón o quizás con tu barbilla sujetarías un violín invisible.
Te tengo que confesar que no sé que de estar vivo y demente a tus ochenta y nueve años, no sé si te seguiría queriendo infintamente sin desear en secreto, culpablemente, tu muerte.
No sé si te prefiero muerto pero lúcido y válido, recordarte en pijama y en bata en la puerta del ascensor del hospital, despidiéndonos con una sonrisa, un adiós, un hasta mañana. Un no hace falta que vengais mañana que vais cansadas. Un toma, cómete estas galletas que me sobraron en la merienda. Cuándo aún no cabía la posibilidad de recordarte postrado, sufriendo en silencio, contando (tú) los días que habían pasado desde tu ingreso, perdido entre sueños y delirios.
Pero es difícil no añorar, no desear haberte conocido con ochenta y nueve años, acurrucarme contra tu cuerpo de anciano, acariciarte la mejilla (seguro) rasposa y entrelezar los dedos de nuestras manos.