viernes, 22 de noviembre de 2013

Sin banda sonora

 “¿Cómo es morirse?”, me preguntaría Laura si estuviera a mi lado. Morirse —le respondería— es escuchar una de esas canciones que no tiene fin. Escuchar el estribillo repetitivo cada vez más flojo que el anterior. Cada vez más y más lejano. Tan suave y apacible que, casi sin darte cuenta, no percibes que la canción ha enmudecido.

Eso es morirse.

Cuando yo era niño, la muerte sobrevenía sin dar explicaciones. La tuberculosis era una dama sobre un caballo negro —galopante, la llamaba mi madre— que arrollaba a todo bicho viviente. Ancianos, adultos, niños. Y si la tuberculosis no te mataba, se encargaba el hambre, la miseria o una bomba en mitad de la calle.

Laura no sabe en qué clase de planeta de locos vivíamos, qué clase de personas con el sentido común de un mosquito regían nuestras vidas jugando a ser dioses. No sabe de hambre, de frío, de silencios forzosos, de ignorancias.

Ella se reía, me acusaba de ser un anticuado. Por culpa del bigotes ese vamos hacia atrás como los cangrejos —decía—; cualquier día de estos nos obligarán a cantar el “Cara a sol”. En vez de quemar libros de Marx deberían haber quemado la partitura de la canción de mierda esa. Si ahora estallara una guerra, el efecto sería tan devastador que no quedaría nadie en el mundo para hacer una película sobre ella.

Laura tiene un concepto romanticopeliculístico del tema, fruto de tanto cine y tanta tele. Creo que todavía piensa que nos bombardeaban al son de una musiquilla dramática y rimbombante de fondo. No puedo hacerle entender que la única banda sonora reinante era la de la sirena antiaérea, la de la gente gritando y huyendo despavorida hacia los refugios y la de las bombas explotando en tierra.

Claro, a mí me tocó vivir una época y a ella, afortunadamente, otra. Toda una vida me ha costado conformarme. No estaba escrito en ningún sitio que yo debía nacer pobre, sin infancia y vivir una guerra.

¿O sí?

 Pero no logro convencerla de lo afortunada que es. Cuando le cuento estas cosas, se encoge de hombros y me mira con aire de resignación, sin un atisbo de empatía. Son cosas de viejos…

No siempre he sido así, cargado de hombros y de puñetas, medio calvo y canoso, desdentado y charlatán, amargado y cargante. Hubo un tiempo en el que fui un niño rebosante de energía y de inocencia, que creía vivir en un entorno seguro, con unos padres que me amaban y me protegían. Con la firme convicción de que nada malo podía sucederme, que al amparo de mis padres la muerte, simplemente, no existía.

Pero un día mi mundo se vino abajo. Primero fue una calle del barrio vecino la que quedó en ruinas, más tarde se desplomó una de nuestro mismo barrio y, al final, cayó una bomba en la acera de enfrente que mató a uno de mis compañeros de escuela y destrozó el comedor de mi casa. A partir de ahí colgué la infancia tras la puerta y tomé conciencia de que la muerte, tarde o temprano, me alcanzaría.

Yo vivía en un edificio de tres plantas, en una calle a medio terminar, rodeada de solares y charcos. Un auténtico caldo de cultivo para margaritas silvestres y malas hierbas. En la acera de enfrente había cinco casitas de idéntica construcción, de color amarillo limón, y con patios en la parte trasera que eran la envidia de mi madre. ‘Las Torrecitas’, las llamaban.

A una de las casas, justo la de la esquina y la de delante a mi portal, la rozó una bomba. Y digo que la rozó porque unas tres cuartas partes de ella cayeron en el solar, tragándose aquellas margaritas que nos alegraban la vida. El resto fue a parar sobre la cocina de la Valencianeta, matando a su madre y a su hijo pequeño, el Quimet, que en aquellos instantes jugaba a las canicas mientras su abuela preparaba la cena a la luz de una miserable vela.

La Valencianeta, gorda y rubia oxigenada antes de la guerra y con hablar de pescadera a pesar de tener una parada de batas en el mercado, enloqueció al regresar a casa y ver que su hogar, su madre y su hijo eran pasto de las llamas. Sus gritos se alzaron por encima de la sirena antiaérea que volvía a avisar de otro ataque. Ella aún no sabía que su marido y sus tres hijos mayores que estaban en el frente jamás regresarían.

Con el paso de los años, no recuperó los kilos perdidos tras la guerra, ni la cordura. Se mudó al piso de su hermana y se dedicó a pasearse por el ruinoso barrio, con una bata raída de su parada, arrancándose los cabellos ralos y grises, hablando con las palomas del parque que sustituía al solar y sentándose en el bordillo de la acera para contemplar “La Bomba”, una tienda de quesos y embutidos construida sobre los cimientos del que un día fue su hogar.

Todavía me parece mentira…

Parece que fue ayer cuando el Quimet vociferó mi nombre desde la calle aquella tarde. El sol invernal filtraba sus últimos rayos por la ventana del comedor, cruzada por tiras de papel engomado en todos los cristales, y millares de partículas de polvo revoloteaban por el aire.

Mi hermano menor, Albertito, y yo estábamos sentados en el suelo, al lado de Estrella, nuestra setter irlandesa pelirroja. Alberto le contaba las costillas y Estrella lo observaba impasible con sus ojos ambarinos y legañosos. Siempre la habíamos alimentado con las sobras, y el problema en aquellos oscuros años era que no sobraban ni las mondas de las patatas.

Estrella apenas salía de casa, y menos sola. Ya no se veían gatos en la calle, y apenas perros. La gente se comía todo lo que pillaba. Hasta las ratas. Y últimamente tampoco quedaban demasiadas, o al menos eso comentaba mi padre, que se encargaba de salir con su escopeta de caza en busca de comida para Estrella. Estrella se moría de hambre.

Los tres permanecíamos en silencio, aprovechando el débil calor de la luz hibernal. Recuerdo que contemplábamos ensimismados la visión de una nube rosa suspendida en el cielo con forma de merengue y que un rayo daba de pleno en el rostro de mi hermano verdeándole los ojos pardos, dorando las pestañas rubias y el suave vello de la cara, tiñéndole las mejillas de color melocotón. Las comisuras de sus labios se curvaban ligeramente hacia arriba dibujando una leve sonrisa que resultaba tan enigmática como la de la Gioconda. Mi madre tocaba el piano en el comedor, un piano viejo y carcomido que había contagiado del mismo mal al resto de los muebles de la casa. Su melodía fue interrumpida desde la calle.

—¡Toni! ¿Bajas a jugar?

Quimet había heredado la misma voz chillona que su madre.

—Dile que no, dile que no —me instigó Albertito—, que es un pelma.

—¡¡¡Toni!!! —insistió —, jugaremos a ladrones y policías.

Albertito me miraba muy serio, negando con la cabeza: “Es un gordo comilón”.

Antes de la guerra era un niño obeso, con los ojos achinados y diminutos, engullidos por un par de carrillos carnosos de bull-dog. Un niño lento y torpe, blanco de todos los crueles insultos infantiles. Pero la guerra le chupó los pómulos hasta desorbitarle los ojos, le rapó el pelo para no criar piojos y le despintó los colores de la cara. En definitiva, lo puso a nuestro nivel, lo dejó con la fisonomía típica del niño de guerra: la cara de hambre y de pena. Paradojas de la vida, seguía sin librarse de su estigma grasiento. Continuaba siendo “Quimet el Gordo”, “el Cara-Bollo”, “el Vaca”.

—¿¡Que no sacas a la perra!?

Me asomé a la ventana y negué con la cabeza.

“Dile que suba”, dijo mi madre a mis espaldas.

—Sube, que jugaremos a la oca.

Pero no subió. Le vi alejarse calle abajo, dándole puntapiés a las piedras, las rodillas huesudas y blancas asomando bajo sus pantaloncitos cortos azul marino, la cabeza rapada al uno y las orejas despegadas y coloradas por el frío.

“Nunca digas último”, solía aconsejarme mi madre. Sin embargo, aquella fue la última vez que le vi, el último instante en el que el Quimet habló y respiró para mí.

Una hora más tarde oscurecía. Todavía quedaban un par de horas de luz eléctrica. Albertito y yo seguíamos en el suelo, jugando a la oca, con el culo helado y el estómago vacío. Mi madre jugueteaba con las teclas del piano. Fue Estrella la que, nerviosa, comenzó a rascar la puerta de casa, intentando salir. “Sácala a mear”, me ordenó mi madre.

No me dio tiempo. De inmediato escuchamos las sirenas antiaéreas y mi madre fue en busca de los abrigos. La luz se fue y nos quedamos completamente a oscuras. Empezamos a oír de lejos el ruido de los motores de los aviones. De repente, sobrevolaban nuestras cabezas. Muy cerca. Demasiado cerca.

Las bombas, en la distancia, resuenan de manera muy parecida a los fuegos artificiales. Silban antes de alcanzar su objetivo y, al estallar, las escuchas por ambas orejas. Primero la izquierda. Luego la derecha. Como si estuvieras dentro de una bóveda invisible. La estela luminosa que queda en el horizonte resulta casi hermosa.

Quizás fue medio minuto de oscuridad absoluta, intercalada con flashes de luz en los que veía la cara de Albertito de color verde. Medio minuto escuchando nuestras respiraciones entrecortadas en mitad de la nada, el zumbido de los motores, el silbido de las bombas tronando peligrosamente cerca y a Estrella llorando y arañando la puerta. Medio minuto que me pareció una eternidad.

Entonces un silbido agudo sonó más fuerte que los otros y los cristales de la ventana empezaron a vibrar. “¡Apartaos de la ventana! ¡Fuera! ¡Vamos! ¡Corred deprisa! ¡A la calle! ¡Al refugio!”, nos gritó nuestra madre.

El terror nos tenía el trasero pegado al suelo. Yo estaba agarrado al brazo de mi hermano pequeño y era incapaz de verla a través de la oscuridad. Sólo ella fue capaz de llegar hasta nosotros y sacarnos de la casa.

Ni siquiera sé cómo alcanzamos la escalera. Sólo sé que a mis espaldas el cielo se desplomó en la Tierra entre un gran estruendo y ruido de cristales rotos. Que cerré los ojos un instante y que al abrirlos me encontré acurrucado de nuevo en la oscuridad, abrazado a mi madre y a mi hermano en un escalón del rellano.

Supe que era ella porque una de sus ásperas manos de pianista que olía a lejía y a madre me acariciaba la mejilla. Lloraba en silencio. No la veía ni la escuchaba, pero notaba sus lágrimas humedeciendo mi frente. Ahora sé que lloraba por nosotros.

Llamas vacilantes surgieron de la oscuridad. La mayoría de los vecinos nos encontrábamos en el improvisado refugio, tan pálidos y desencajados como nosotros. Fueron necesarias cinco cerillas para que el pulso de mi madre fuera capaz de prender el cabo de vela que siempre guardaba en el bolsillo de la bata.

Pasamos allí la noche, sin atrevernos a volver a nuestros maltrechos pisos ni salir a la calle. Aterrorizados. Casi todos éramos niños, mujeres y ancianos. Sin hablar. En silencio. Sin música de fondo. Escuchando los gritos desgarradores de la Valencianeta por encima de las sirenas que anunciaban otros bombardeos. Sin banda sonora.

Mi madre perdió el piano y objetos de valor sentimental; la radio, la gramola y todos los discos. Tardamos años en volver a escuchar música. Estrella se meó y cagó de miedo en la puerta de la escalera, y sobrevivió a la guerra. Mi padre pudo esconderse en un refugio y regresó sano y salvo a la mañana siguiente.

Durante el resto de nuestras vidas, mi hermano y yo recordamos al Quimet. En algunos momentos incluso creímos que se trataba de un error, que fue otro Quimet y no el hijo de la Valencianeta el que murió sepultado en su casa, que en realidad seguía vivo por ahí. “Ese muchacho del metro cómo se parecía a él, o ese señor con bigote, ¿verdad, Albertito? Si el Quimet tuviera su edad, sería así…”.

El Quimet se nos clavó en el alma como aquella bomba en la cocina de su casa. Aquella bomba nos agujereó el corazón y nos arrebató la infancia. Ya nada fue como antes, el resto fue el después.

Ahora que me estoy muriendo, me pregunto cuál será la diferencia. Si cambiará el hecho de morir en paz, anciano, en tu cama, en tu hogar, acompañado de tus seres queridos, asumiendo tu finitud, con los cinco sentidos alerta esperando cruzar el umbral. Aguardando algo, o no. Con la única preocupación de si tu hija o tu nieto te recordará como un ser humano bondadoso. Y a la vez, esperando que no te lloren demasiado, que no se desesperen, que no se asusten ni se entristezcan por tu ausencia, porque tú, que ya intuyes lo que es la muerte, sabes que estarás bien. Siempre con ellos.

Ahora que me estoy muriendo me pregunto cual será la diferencia entre morir de viejo y entre morir joven, súbita y violentamente, o lenta y dolorosamente. Solo. O rodeado de extraños. Con la vida a medio hacer como una labor de punto. Estar respirando y de repente que te invada la oscuridad, la nada, el vacío. Habiendo dado por sentado, como cada uno de los habitantes que moramos en este planeta, que morirías de viejo. Sentirte despojado de tus seres queridos, arrancado de todo aquello que te resulta familiar, acogedor y placentero. Perdido. Sin poder encontrar el camino de vuelta a casa, esa casa que simboliza tu bienestar, la paz, el amor.

Cual será la diferencia.

Sin embargo, soy afortundado. Tengo la mano de Laura estrujando la mía, con la esperanza de que le devuelva el apretón, pero ella sólo toca un pedazo de carne inerte que ya apenas le queda un aliento de vida. Se inclina sobre mí, me acaricia y besa la frente y me la humedece con sus lágrimas, tal y como hizo mi madre años atrás, en el rellano de la escalera. Susurra un te quiero tanto… Murmura una pregunta casi inaudible: “¿He sido una buena hija?”, creyendo que no puedo escucharla. Y yo me muero de ganas por preguntarle si he sido un buen padre.

Su mundo quedará agrietado y destruido como el barrio de mi infancia. Ahora ya sabe que las cosas terribles también pueden sucederle a ella. Estoy seguro de que en estos instantes tampoco escucha ninguna melodía. Sólo el silencio invade sus oídos. El silencio y la máquina que respira en mi lugar.

Querrá parar el mundo por mi ausencia, se quedará suspendida en el tiempo durante una temporada, pero luego se sorprenderá al advertir que el mundo sigue girando, con o sin mí, con o sin tristeza.

Ahora no sabe que un día al despertar recordará que tuvo un padre, y estaré tan lejos que le parecerá mentira mi existencia. Le parecerá que nunca estuve con ella, que fui un sueño, un espejismo. Pero eso es bueno, ese día mirará hacia delante, volverá a sonar la música y su vida tendrá de nuevo una banda sonora.

Barcelona, 5 de marzo, 2003


Para mí no hay relato sin música de fondo, así que os dejo el Adagio de violines de Samuel Barber.

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12 comentarios:

carmen dijo...

¡qué bien escrito está!

Anónimo dijo...

Muy emotivo, precioso sin palabras me he quedado...

manoli ortiz dijo...

me ha encantado el relato, que bonito.

besos

Conxi dijo...

Mil gracias!!

mientrasleo dijo...

Hola Conxi. Es un placer leer tus textos, están llenos de vida y de nostalgia
Besos

Verónica Saseta dijo...

¿¿¿¿Pero esto lo has escrito tú???? Es sencillamente increíble Conxi!! Enhorabuena. He terminado con la piel de gallina hija mía... De verdad. No dejes de escribir nunca. La melodía que has elegido, el complemento perfecto. :-)

Un abrazo y feliz finde.

Conxi dijo...

Gracias Veronica por comentar y por tu entusiasmo!!

Unknown dijo...

Menudo relato! Realmente emotivo y precioso, me ha gustado mucho!
Enhorabuena por escribirlo, y la música, triste pero sensacional!
Un beso:-)

Inma dijo...

¿Es tuyo, Conxi?
Me he quedado sin palabras!!!
Pensaba que era el primer capítulo de algún libro y me he quedado chafada porque no ponías qué libro era para poder leerlo!!
Enhorabuena!!

Bss,
Inma

Conxi dijo...

Si Inma es mío, os voy a tener que hacer un libro por entregas jaajajajaj.

Desafíoyh dijo...

Conxi me ha encantado!

Unknown dijo...

Los pelos como escarpias, y encima con esa música de fondo :-)
Feliz finde
Besotes wapa