miércoles, 28 de agosto de 2013

Los zapatos rojos

Si alguien importante en mi vida ha sido una fanática de la moda y sobre todo de los zapatos, ese alguien era mi madre. Es loable que a pesar de traer al mundo cinco hijos se las apañara para seguir saliendo arreglada incluso al bajar a por el pan. Al menos en lo que se refiera a mi existencia así la recuerdo, las cuatro  anteriores pertenicientes a mis herman@s solamente las sé por las fotos.
Mi madre perteneció a una época en la que en las fotos todos parecían artistas de cine, esos retratos maravillosos en sepia o en blanco y negro que ocultaban las imperfecciones como  retocadas por el photoshop. No voy a hacer como en las malas novelas en las cuales todas las madres fallecidas han  sido bellas y hermosas, de ojos claros y cabellos Panten. Mi madre era una mujer corriente, guapa a su manera, bajita, pechugona y morena de cabello y piel. Yo soy su antítesis, alta, desgarbada y blanca como la tiza. Mi hijo ha heredado sus ojos grandes y almendrados y esa extraña habilidad de mancharse cada vez que se come un helado y que mi madre no perdió ni de adulta hay no sé nenas como lo hago y ale, muertas de risa mi hermana, ella y yo, toda la pechera churretosa hasta volver a casa. Mi madre, sí, era una mujer corriente físicamente, pero extraordinaria en otros aspectos como en el arte de llegar a fin de mes con poco dinero.
Me tuvo con 41 años, los años que voy a cumplir en octubre, en plena España del Cuéntame. Que vida más ajetreada la suya, con esa edad había vivido una guerra, una postguerra, una dictadura y unas cuantas modas.  Le chiflaba la ropa y al cumplir los catorce preveyendo que no le iba a tocar la lotería y que iría justa de dinero toda su vida aprendió a coser.
Otra de sus pasiones eran los zapatos, en eso tuvo que llegar casi a la vejez para darse algún capricho sin remordimiento de conciencia. Siempre que la pienso la veo subida a los tacones, hasta las zapatillas de andar por casa llevaban cuña es que no puedo ir plana que luego me dan calambres. Con la edad se fue bajando de los zancos sin renunciar del todo a ellos porque le dolían las rodillas y siempre que pasaba por una zapatería y veía unos zapatos rojos se quedaba con las ganas. Le daba vergüenza, a su edad unos zapatos rojos y ni más ni menos de tacón. Contaba que de joven había tenido unas Gilda que se había comprado ahorrando de lo que cosía para otros y del billete de metro: de Collblanch donde residía a Urgell donde trabajaba de telefonista, quien conoce Barcelona sabrá el palizón que es eso caminando y quien no pues les diré que es una hora a paso ligerito… Encima tenía jornada partida, así que se cascaba cuatro carreras diarias porque iba a comer a casa. Por aquel entonces los sueldos de los hijos se entregaban íntegros en las casas de ahí que se pluriemplease como modista aficionada en el barrio y se sacase un sobresueldo para sus caprichos.
Luego cuando se compró los zapatos con sus vertiginosos veinte centímetros de tacón, volvió a coger el metro y como siempre iba escopeteada y era torpe por naturaleza (naturaleza que he heredado) bajaba las escaleras del metro de culo, una vez hasta se levantó y se volvió a caer (mi padre y ella ya eran novios y el pobre se tronchaba siempre que lo contaba). Mi madre nos provocaba un efecto Tsunami, nos bastaba con escuchar el repiqueteo de sus tacones en cualquier suelo para saber que era ella la que se apróximaba.
El otro día paseando vi unos zapatos rojos de tacón en un escaparate que me provocaron un efecto magdalena de Proust. Me vinieron a la cabeza nombres de telas, como popelin, batista, muselina o crepé y las mangas ranglán que ya no sé como son. Me acordé de las paredes insonorizadas por los rollos de tela planos con el centro dorado con forma de lingote de oro, apilados del suelo al techo. Las voces de los dependientes sin resonancia, el olor de la tela nueva. Visualicé a mi madre, de pie delante de la mesa con las gafas de lectura, el metro de sastre colgado del cuello, la tiza rosa marcando los patrones sobre la tela, el cracrac de las tijeras cortando el tejido crujiente. Sentí el dolor de los alfileres clavándose accidentalmente en mi piel cuando mi madre por enésima vez me ordenaba estate quieta, para presumir hay que sufrir como la Colometa a su hija en la novela de La plaça del diamant. Y la aguja de la singer subiendo y bajando durante mañanas y tardes enteras….
Si existe un cielo siempre me imagino a mi madre entrando en él sin dolores en las rodillas, joven y guapa vestida de rojo de los pies a la cabeza, sacando pecho y con unas gildas rojas desfilando como en una pasarela de alta costura y al final a mi padre dispuesto a ofrecerle el brazo como el caballero que era…

4 comentarios:

Koki dijo...

Un relato precioso, sobre todo el final. Sin conocerla, me la imagino subida a sus tacones, serena y tranquila.

Conxi dijo...

Muchas gracias Koki!

Mamá en Prácticas dijo...

No sé cómo me he topado con esta entrada pero ha sido una gran suerte dar con ella. Me ha encantado. Precioso homenaje.

Conxi dijo...

Celebro que te guste ;), hay mucho amor puesta en ella.